15 noviembre, 2006

Animula vagula, blandula.

Animula vagula, blandula,
hospes comesque corporis,
quae nunc abibis in loca
pallidula, rigida, nudula,

nec, ut soles, dabis iocos.

Alma, vagabunda y caprichosa,
Huésped y compañera del cuerpo,
Que ahora vives en lugares
Lívidos, severos y desnudos:
Ya no darás placer como solías.


Publius Aelius Hadrianus (76-138)

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Los clásicos se valoran según dos criterios: o bien por su valor intrínseco o bien por su significación externa. Por significación externa entiendo la capacidad que tiene un texto, según el juicio histórico del lector, de reflejar magistralmente el sentir de toda una época. Es verdad que al hacer esta apreciación estoy dando muchas cosas por supuestas. Por ejemplo, estoy suponiendo que todas las épocas se rigen según unas líneas maestras; que es posible condensar textualmente estas líneas rectoras en un texto; y que para el lector no sólo existen individuos, sino también épocas y sociedades. Soy consciente de que estos supuestos necesariamente contienen una cierta dosis de error, pero creo que es un error legítimo, perfectamente asumible y muy recomendable en cuanto que previene la esclerosis analítica y la incapacidad de enfrentarse intelectualmente con el pasado histórico.


Este breve y conocido texto de Adriano tiene la propiedad de reflejar con cierto arte de ingenio el rasgo más significativo de la sociedad antigua: el anhelo de eternidad, y también la incapacidad por colmar satisfactoriamente dicho anhelo. En realidad la ausencia de referentes culturales válidos, que se hallaba extendida por todo el Imperio Romano, era universal y, consecuentemente, afectaba a una multitud tipo de culturas y tradiciones, algunas de ellas muy diferentes entre sí. Los apóstoles, por ejemplo, pidieron a Jesús que les enseñase a orar, lo cual indica hasta que punto un cierto desamparo espiritual había hecho mella en el corazón del pueblo judío y se resistía a ser acallado por la fuerza de unas normas apegadas a la tradición, y mantenidas y custodiadas por la pulcritud obsesiva de los fariseos.

Para el ciudadano romano, este vacío adoptaba otras formas menos religiosas pero igualmente significativas. ¿A qué dios dirigirse? ¿Cómo colmar el anhelo de resurrección en una cultura donde los dioses vivían eternamente pero los hombres estaban condenados a confundirse en las sombras del inhóspito Hades? Adriano es hijo de esta íntima insatisfacción cultural y hace de ella el eje de toda su filosofía de vida. Para él son ajenos e improductivos los aspavientos de la desesperación y el desgarrado romanticismo existencialista; por esa razón desdeña del mito aquello que le parece más superficial, más inhumano: el embrutecimiento, el oscurantismo y el incontenido afán de destrucción.

Por lo demás, para Adriano las formas culturales del mito constituyen una sentida necesidad del alma, y ella es el principal cuidado al que debe dedicarse el hombre, en particular el hombre civilizado, es decir, el pueblo romano con su emperador a la cabeza. Pero el alma a la que apela Adriano no es el alma cristiana, cargada de moralidad, humilde y entregada tras la esplendorosa impronta de la fe; ni la del estoico, curtida por el rigor y orgullosamente desdeñosa ante placer; ni la del epicúreo, blanda en exceso, incapaz de comprometerse con un gran ideal político y civilizador. Adriano busca el cuidado del alma a través de la humanitas, y pretende extender esta humanitas hasta los últimos confines del imperio, empleando el recurso de las armas cuando fuese necesario.

¿En qué consiste esta peculiar humanitas que el emperador Adriano coloca en el centro de la civilización romana? En la individualidad conquistada por medio de la cultura, y en el esfuerzo constante por extraerse a las leyes de la inercia. Cualquier acto, bueno o malo, virtuoso o vicioso, se integra en el campo fértil de la experiencia. El alma, que en esto es muy semejante al cuerpo, se conoce a sí misma a fuerza de experiencias, y siempre progresa con tal de que no se apegue desamiado a ninguna de ellas. Y aquí radica, justamente, el punto débil de la humanitas de Adriano: el vicio empaña la inteligencia e introduce una peligrosa deriva irracionalista que sólo puede superarse por medio del arrepentimiento. A menudo Adriano se acerca a las serenas orillas de la humildad pero, excesivamente comprensivo con sus propias acciones, fracasa a la hora de reconocer la necesidad del arrepentimiento. Por esa razón no atina a comprender hasta qué punto ha sido perniciosa la influencia de su empeño sobre personalidad endeble y vulnerable de Antínoo; desdeña injustamente a su consorte, la emperatriz Plotina, y por último se centra en perseverar en una humanitas que se halla condenada de antemano a la frustración final: la muerte.

Pero Adriano es demasiado sensato como para enfrentarse a la muerte con soluciones fáciles y prefabricadas, muy del gusto de nuestra época. Prueba de ello es este breve poema, síntoma del sentir de una época cercana ya a su ocaso, y que me he tomado la libertad de traducir un tanto libremente. La humanitas es algo demasiado valioso para que pueda ser sin más cancelado por la muerte. Sin embargo el paisaje del Hades trazado por la cultura antigua es lívido, severo, sombrío, desnudo de toda humanidad. ¿Qué queda del alma cuando el cuerpo perece? Adriano, fiel a la cultura antigua, cree que no lo sabe, pero se deja llevar por su pesimismo cuando afirma conocer aquello que ha perdido el alma en su sombrío tránsito: el placer, la dicha, la felicidad. Pobre alma:
nec, ut soles, dabis iocos. Habrá que esperar a la consolidación cultural del cristianismo para que se disuelva esta falsa presunción que limita la existencia a un mundo condenado a desaparecer en un universo indiferente.


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