23 noviembre, 2006



Sofrito para arruinar a una nación.

Póngase el nacionalismo en un altar;
Aliéntese su ego con insatisfecha soberbia;
Constrúyase una organización terrorista
Que siembre miedo y siegue vidas;
Pronto llegarán las plañideras
Dando subvenciones a quienes matan
Y hablando de democracia a los cadáveres.

22 noviembre, 2006

Alguien voló sobre el nido de Cuca.

El viernes por la tarde, Cuca, una niña de cinco años, dibujó un hermoso nido de gorriones. A la maestra le gustó mucho; papá le premió con un gran beso; y mamá, muy contenta, colocó el dibujo en lo más alto del frigorífico.

Pasó una noche; llegó la mañana.

En el desayuno, reunida toda la familia, apareció -¡qué horror!- el dibujo de Cuca con una gran mancha negra de colacao.

Papá, mamá y Cuca miraron a Pedro, el hijo primogénito, un adolescente desmañado y tele-adicto, que solía ser el último en llegar a casa los viernes por la noche y que, con nocturnidad y alevosía, se dedicaba a expoliar concienzudamente el frigorífico, zamparse todo lo que cabía en su profundísimo estómago (que era mucho) y dejar la tele encendida y la mesa de la cocina sin recoger.

Pedro, al parecer, a pesar de sus ojeras, se había levantado ocurrente aquella mañana, porque mientras los miembros del tribunal familiar clavaban en él sus acusadoras miradas, el joven exclamó en su defensa:

-Papá, mamá: no he sido yo. Alguien voló sobre el nido de Cuca.


21 noviembre, 2006

Anita.

Cumplía siete años; por esa razón mayo era su mes favorito.

El día había amanecido amenazando lluvia. A pesar de ello se había puesto su vestidito rojo de manga corta, su sombrerito de lazo rojo y los zapatos puntiagudos que hacían juego con el vestido y con el sombrero.

Se sentía bonita con toda aquella ropa nueva acariciando su cuerpecito de porcelana. Había empezado a llover. Ella se pasó casi toda la mañana mirando a la ventana, con la esperanza de discernir un pequeño claro que rompiese el denso manto de nubes negras; pero el cielo, pertinaz y egoísta, siguió enviando agua sobre la tierra.

Era sábado.

Ella había imaginado un día soleado, caluroso, casi sin nubes, lleno de niños y de niñas que poblasen jubilosamente los parques públicos. Soleados parques repletos de bicicletas y de cochecitos, de madres y niñeras que, como todas las niñeras, se mostraban taimadas en su ridiculez y delatoras en su escandalosa impotencia. Parques que concentraban en sí mismos todos los elementos característicos que animan la variada e inagotable mitología de la niñez.

Se había visto a sí misma deslumbrando a todos con el regalo de cumpleaños de su vestimenta roja, recorriendo las calles con su trotecito alegre y despreocupado, despertando la admiración de las señoras mayores y de las amigas de su madre; y también la envidia incontenible de otras niñas de su edad que, acompañadas de sus niñeras, llegaban a la palmaria conciencia de la derrota definitiva que les había infligido ese vestido recién estrenado, ese cumpleaños victorioso, esa sonrisa triunfal que sobrevolaba, como pájaro invicto, el límpido cielo de la mañana.

Pero toda esa ilusión, todo ese evento que había tomado forma en el escenario de su imaginación, se había diluido finalmente por efecto de la lluvia.

Nadie saldría a pasear con este mal tiempo. Tendría que quedarse en casa. Ya había perdido toda la mañana y, según todos los indicios, la tarde sería igual de gris y desapacible.

Mayo, irregular y perturbador, había manifestado toda su capacidad de traición y ensañamiento. La esperada victoria, la confianza infantil depositada en el día del cumpleaños se había roto dolorosamente, como se rompe siempre el huidizo cristal del que están hechos todos los sueños.

Se abandonó a la derrota, mientras seguía con ojos desesperanzados el azaroso itinerario de las gotas de lluvia. Comenzó a llorar, despacio, pero visiblemente.

- No llores, mi vida- dijo la madre, acariciando dulcemente su rizado cabello color azabache.

Y la abuela, sapiencial y elocuente, siempre atenta a la larga procesión de dichas y contrariedades que se divisa desde la vejez, sentenció:

- No te disgustes, Anita. Ay, hija, si supieras lo que todavía te queda por vivir...


15 noviembre, 2006

Animula vagula, blandula.

Animula vagula, blandula,
hospes comesque corporis,
quae nunc abibis in loca
pallidula, rigida, nudula,

nec, ut soles, dabis iocos.

Alma, vagabunda y caprichosa,
Huésped y compañera del cuerpo,
Que ahora vives en lugares
Lívidos, severos y desnudos:
Ya no darás placer como solías.


Publius Aelius Hadrianus (76-138)

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Los clásicos se valoran según dos criterios: o bien por su valor intrínseco o bien por su significación externa. Por significación externa entiendo la capacidad que tiene un texto, según el juicio histórico del lector, de reflejar magistralmente el sentir de toda una época. Es verdad que al hacer esta apreciación estoy dando muchas cosas por supuestas. Por ejemplo, estoy suponiendo que todas las épocas se rigen según unas líneas maestras; que es posible condensar textualmente estas líneas rectoras en un texto; y que para el lector no sólo existen individuos, sino también épocas y sociedades. Soy consciente de que estos supuestos necesariamente contienen una cierta dosis de error, pero creo que es un error legítimo, perfectamente asumible y muy recomendable en cuanto que previene la esclerosis analítica y la incapacidad de enfrentarse intelectualmente con el pasado histórico.


Este breve y conocido texto de Adriano tiene la propiedad de reflejar con cierto arte de ingenio el rasgo más significativo de la sociedad antigua: el anhelo de eternidad, y también la incapacidad por colmar satisfactoriamente dicho anhelo. En realidad la ausencia de referentes culturales válidos, que se hallaba extendida por todo el Imperio Romano, era universal y, consecuentemente, afectaba a una multitud tipo de culturas y tradiciones, algunas de ellas muy diferentes entre sí. Los apóstoles, por ejemplo, pidieron a Jesús que les enseñase a orar, lo cual indica hasta que punto un cierto desamparo espiritual había hecho mella en el corazón del pueblo judío y se resistía a ser acallado por la fuerza de unas normas apegadas a la tradición, y mantenidas y custodiadas por la pulcritud obsesiva de los fariseos.

Para el ciudadano romano, este vacío adoptaba otras formas menos religiosas pero igualmente significativas. ¿A qué dios dirigirse? ¿Cómo colmar el anhelo de resurrección en una cultura donde los dioses vivían eternamente pero los hombres estaban condenados a confundirse en las sombras del inhóspito Hades? Adriano es hijo de esta íntima insatisfacción cultural y hace de ella el eje de toda su filosofía de vida. Para él son ajenos e improductivos los aspavientos de la desesperación y el desgarrado romanticismo existencialista; por esa razón desdeña del mito aquello que le parece más superficial, más inhumano: el embrutecimiento, el oscurantismo y el incontenido afán de destrucción.

Por lo demás, para Adriano las formas culturales del mito constituyen una sentida necesidad del alma, y ella es el principal cuidado al que debe dedicarse el hombre, en particular el hombre civilizado, es decir, el pueblo romano con su emperador a la cabeza. Pero el alma a la que apela Adriano no es el alma cristiana, cargada de moralidad, humilde y entregada tras la esplendorosa impronta de la fe; ni la del estoico, curtida por el rigor y orgullosamente desdeñosa ante placer; ni la del epicúreo, blanda en exceso, incapaz de comprometerse con un gran ideal político y civilizador. Adriano busca el cuidado del alma a través de la humanitas, y pretende extender esta humanitas hasta los últimos confines del imperio, empleando el recurso de las armas cuando fuese necesario.

¿En qué consiste esta peculiar humanitas que el emperador Adriano coloca en el centro de la civilización romana? En la individualidad conquistada por medio de la cultura, y en el esfuerzo constante por extraerse a las leyes de la inercia. Cualquier acto, bueno o malo, virtuoso o vicioso, se integra en el campo fértil de la experiencia. El alma, que en esto es muy semejante al cuerpo, se conoce a sí misma a fuerza de experiencias, y siempre progresa con tal de que no se apegue desamiado a ninguna de ellas. Y aquí radica, justamente, el punto débil de la humanitas de Adriano: el vicio empaña la inteligencia e introduce una peligrosa deriva irracionalista que sólo puede superarse por medio del arrepentimiento. A menudo Adriano se acerca a las serenas orillas de la humildad pero, excesivamente comprensivo con sus propias acciones, fracasa a la hora de reconocer la necesidad del arrepentimiento. Por esa razón no atina a comprender hasta qué punto ha sido perniciosa la influencia de su empeño sobre personalidad endeble y vulnerable de Antínoo; desdeña injustamente a su consorte, la emperatriz Plotina, y por último se centra en perseverar en una humanitas que se halla condenada de antemano a la frustración final: la muerte.

Pero Adriano es demasiado sensato como para enfrentarse a la muerte con soluciones fáciles y prefabricadas, muy del gusto de nuestra época. Prueba de ello es este breve poema, síntoma del sentir de una época cercana ya a su ocaso, y que me he tomado la libertad de traducir un tanto libremente. La humanitas es algo demasiado valioso para que pueda ser sin más cancelado por la muerte. Sin embargo el paisaje del Hades trazado por la cultura antigua es lívido, severo, sombrío, desnudo de toda humanidad. ¿Qué queda del alma cuando el cuerpo perece? Adriano, fiel a la cultura antigua, cree que no lo sabe, pero se deja llevar por su pesimismo cuando afirma conocer aquello que ha perdido el alma en su sombrío tránsito: el placer, la dicha, la felicidad. Pobre alma:
nec, ut soles, dabis iocos. Habrá que esperar a la consolidación cultural del cristianismo para que se disuelva esta falsa presunción que limita la existencia a un mundo condenado a desaparecer en un universo indiferente.


09 noviembre, 2006

Si es cuestión de confesar.

Si es cuestión de confesar,
En verso libre y sin retórica,
Te diré cómo soy.

No cocino ni plancho;
Tengo el sueño ligero
Y tomo pastillas para dormir.

Nunca he sido infiel,
Suelo decir la verdad,
Y leyendo gasto la mitad de mi vida.

Reconozco que no sé jugar,
Pierdo siempre en el parchís
Y a veces sueño despierto.

Soy un desastre en matemáticas,
El latín no sé me da mal
Pero me cuesta aprender idiomas.

A pesar de una leve depresión
Y una cierta tendencia al ensimismamiento
Me gusta vivir y vivo.

Soy enemigo de agendas y horarios
Pero at Twelve O'Clock rezo el ángelus
Y cumplo siempre con mis citas.

A veces escribo,
Ni para perderme ni para encontrarme,
Ni tampoco por puro juego o placer.

Ya lo sabes,
No pienso volver contigo;
Pero a veces necesito contarte cómo soy
Para que no se me olvide.

08 noviembre, 2006

Patientia.

Sobre las rocas,
Sobre los árboles...
El cielo sobre nosotros.

¿Indiferente? ¿Expectante?

'Nunca lo sabréis',
Claman las sombras.

¿Nunca?

Hay algo divino
En la luz que desvela,
Que alumbra al ser
En la exacta contención de la forma,
En la paradoja inverosímil de la materia.

No es que la luz,
No es que el ser
Sean, de suyo, divinos.
Pero es divino este repentino deslumbramiento,
Este desaparecer de lo informe
Que comunica el ser
Recién amanecido,
Sin traicionarlo,
Sin contaminar su esencia,
Sin apenas rozarlo,
En la perfecta iconografía de lo intangible.

'Nunca lo sabréis',
Claman, de nuevo, las sombras.

Su envidia inmemorial
Impugna la luz
-¡Nuestra luz!-,
Y pretende anegarlo todo
Apenas amanece.

Pues aquello que amanece
Y que, con su presencia,
Busca el cuidado azul de nuestros ojos,
Se hace humano,
Semejante a nosotros,
Y participa de la luz,
Sin ser luz,
En armonioso susurro
Que halla su contorno inabarcable
En la claridad de este día.

Sí, la claridad se tensa
A semejanza de una cuerda
Al fin dispuesta a desalojar
Su nota más alta.

El mismo cielo
Ilumina nuestro ser
En singular cercanía.

No existe lo lejano
Ni la herida inalcanzable de lo ajeno
En este mundo de luz,
En este inacabado amanecer,
En este milagroso acercamiento
De la dicha prometida.

Todo es próximo,
Todo es claridad,
Todo es nuestro...

-¿Ya? ¿Al fin?
-No, todavía no.
Patientia.

07 noviembre, 2006

El alfarero.
El alfarero trabaja pacientemente. Hace vasijas para usos nobles, y vasijas para usos viles. Ambas son necesarias. Ambas son útiles. Cada una tiene su propio diseño y su función propia. Pero en su rincón de trabajo, el alfarero sueña. Sueña con modelar su propia alma como se modela una vasija: con paciencia, con cariño, con dedicación. No es trabajo de un día. Es trabajo de toda una vida. Pero vale la pena modelar el alma propia, como se modela el barro que se mezcla con arcilla, como se modela la mañana cuando la luz se abre paso en el horizonte. Hacer de ella, del alma poseída, una vasija hermosa y lozana, que despierte admiración, nunca envidia. Porque es fatuo envidiar al barro, que nada es; ni tampoco a la arcilla, que se sabe nada sin el barro. Ese es el trabajo del alfarero: modelar su alma de hombre mientras sus manos de hombre acarician el rubor de la materia; desterrar de la imaginación sueños de inútiles viajes; trabajar en silencio, haciéndose eco del diligente discurrir de las hormigas y amando sólo aquello que cabe en el rincón propio.

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