21 noviembre, 2006

Anita.

Cumplía siete años; por esa razón mayo era su mes favorito.

El día había amanecido amenazando lluvia. A pesar de ello se había puesto su vestidito rojo de manga corta, su sombrerito de lazo rojo y los zapatos puntiagudos que hacían juego con el vestido y con el sombrero.

Se sentía bonita con toda aquella ropa nueva acariciando su cuerpecito de porcelana. Había empezado a llover. Ella se pasó casi toda la mañana mirando a la ventana, con la esperanza de discernir un pequeño claro que rompiese el denso manto de nubes negras; pero el cielo, pertinaz y egoísta, siguió enviando agua sobre la tierra.

Era sábado.

Ella había imaginado un día soleado, caluroso, casi sin nubes, lleno de niños y de niñas que poblasen jubilosamente los parques públicos. Soleados parques repletos de bicicletas y de cochecitos, de madres y niñeras que, como todas las niñeras, se mostraban taimadas en su ridiculez y delatoras en su escandalosa impotencia. Parques que concentraban en sí mismos todos los elementos característicos que animan la variada e inagotable mitología de la niñez.

Se había visto a sí misma deslumbrando a todos con el regalo de cumpleaños de su vestimenta roja, recorriendo las calles con su trotecito alegre y despreocupado, despertando la admiración de las señoras mayores y de las amigas de su madre; y también la envidia incontenible de otras niñas de su edad que, acompañadas de sus niñeras, llegaban a la palmaria conciencia de la derrota definitiva que les había infligido ese vestido recién estrenado, ese cumpleaños victorioso, esa sonrisa triunfal que sobrevolaba, como pájaro invicto, el límpido cielo de la mañana.

Pero toda esa ilusión, todo ese evento que había tomado forma en el escenario de su imaginación, se había diluido finalmente por efecto de la lluvia.

Nadie saldría a pasear con este mal tiempo. Tendría que quedarse en casa. Ya había perdido toda la mañana y, según todos los indicios, la tarde sería igual de gris y desapacible.

Mayo, irregular y perturbador, había manifestado toda su capacidad de traición y ensañamiento. La esperada victoria, la confianza infantil depositada en el día del cumpleaños se había roto dolorosamente, como se rompe siempre el huidizo cristal del que están hechos todos los sueños.

Se abandonó a la derrota, mientras seguía con ojos desesperanzados el azaroso itinerario de las gotas de lluvia. Comenzó a llorar, despacio, pero visiblemente.

- No llores, mi vida- dijo la madre, acariciando dulcemente su rizado cabello color azabache.

Y la abuela, sapiencial y elocuente, siempre atenta a la larga procesión de dichas y contrariedades que se divisa desde la vejez, sentenció:

- No te disgustes, Anita. Ay, hija, si supieras lo que todavía te queda por vivir...


Comentarios:
La abuela dando ánimos... Lo primero que he interpretado de las palabras de la abuela, así de pesimista soy, es que en vez de alegrías se refiere a las penas y sufrimientos de todo lo que le queda por vivir.

Pero tú sabes, Mariano, que veo muy mal sin gafas, y con ellas de manera retorcida. Me alegro que hayas abierto el blog y que le estés dando duro al tema. Lo que más me ha gustado es tu alias... ¡Y la foto que has colgado!

Hoy, que ando un poco resfriado y los temas no me entran ni por los ojos, ni por ningún otro sitio, le daré un repasito a tu blog y te haré un enlace desde el mío, un abrazo
 
Un abrazo, Rictus. El alias se me ocurrió de repente... Oye, espero que te mejores pronto. Gracias por lo del enlace. Un abrazo
 
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