17 julio, 2007

UN HOMBRE AGRADECIDO




1

Somos prisioneros de nuestros recuerdos. Y, sin embargo, cuando los recuerdos se borran y desaparecen, no experimentamos ninguna liberación. Destruida la cárcel de la memoria, no queda nada de nosotros.

Mejor dicho, no queda nada dentro de nosotros, dentro de nuestros cuerpos, como si alguien se hubiese encargado de vaciar el soplo vital que insufla vigor a nuestra conciencia. Desaparecen los referentes, las señas de identidad, los lugares comunes y habituales del pensamiento.

¿Qué queda cuando nada queda pero aún no hemos muerto?

En ese vacío biológico el yo, perdido en las sombras de su propio cuerpo, se hace brumoso, lejano, inaccesible. Porque desde el punto de vista material el ser humano es cerebro, memoria.

Y poco más.

¿Cuándo empezó el olvido de Irene? Álvaro no está seguro. La frontera entre la salud y los primeros síntomas de deterioro siempre es borrosa. En el inicio se manifiestan signos menores, aparentes inexactitudes de retentiva que carecen de importancia. Luego estas intrascendentes señales se transforman en sospechas; y las sospechas a su vez se agravan hasta convertirse en certidumbres.

-¿Me voy a morir? -preguntó, un día, Irene.

Para entonces Álvaro ya había recibido el dictamen médico y había preferido no decirle nada. En realidad Irene no quería saber qué es lo que le estaba sucediendo. Algunos enfermos de Alzheimer son más felices cuando viven sin darse cuenta, sin conocer, sin preguntar. Pero en cierta manera la intuición de Irene estaba bien orientada: el olvido es una muerte anticipada, una muerte en vida.

Morir, sufrir... ¿Quiénes sufren más? ¿Los enfermos? ¿Los cuidadores? Álvaro piensa que quienes se llevan la peor parte son los cuidadores. Algunos de ellos se desesperan y escuchan en el fondo de su mente el eco repetido de sus propios pensamientos.



¿Qué he hecho yo, Dios mío, para merecer esto?

La veo todos los días, pero no puedo hablar con ella. No sabe quién soy. Es peor que verla morir.

Me lo han arrebatado en vida.



Álvaro conoce estos argumentos. Digamos que ha abundado en ellos y, finalmente, ha superado su parcialidad, su engañosa inexactitud, hasta el punto de que su mente ya no se detiene ni siquiera un minuto en considerarlos. Ha aprendido a olvidar. A olvidar su dolor. A olvidar sus frustrados proyectos en los que aún aparece la Irene de siempre, una Irene sana y vitalista, una Irene imposible y que ya no existe.

El olvido de Álvaro es un olvido libérrimo, inducido por el propio progreso espiritual de la conciencia, un olvido asumido responsablemente y con el que pretende compensar el olvido orgánicamente irreversible de la mente de Irene.

“Menos yo, más tú”, parece haberse dicho Álvaro.

En cambio el proceso cognitivo de Irene es completamente distinto. Cuando los enlaces neuronales de la mente comienzan a desdibujarse, cuando los datos desaparecen de las celdas de la memoria como en un disco duro defectuoso, algunos recuerdos perduran más que otros. Y no siempre aquello que más amamos pervive más tiempo en la memoria. Irene ha olvidado a su marido y a sus hijos, pero reacciona espontáneamente ante el sonido de su nombre, e intenta hablar de sus padres, muertos ya hace cuarenta años, y de vez en cuando hace gestos con la mano pretendiendo, quizá, que alguien baje las persianas de la habitación, como hacía su madre en tiempos de la guerra, cuando el sonido de los aviones y de las bombas descendía desde el cielo y arrasaba la penuria de pueblos y ciudades.

Ese pasado sólo existe desfiguradamente en el naufragio de la memoria de Elvira. Ahora es Álvaro quien debe vivir el presente por los dos.

Desde algún rincón de su mente, desde el arco cerebral donde se producen los análisis y donde se toman las decisiones, Álvaro ha sopesado la situación con tranquilidad, sin alarmismos. Está jubilado; trabajó como ingeniero en una importante multinacional; y ahora, en esta fase final de su vida, ha aprendido a verse a sí mismo como un simple instrumento, ha logrado extraer el ‘yo’ de esa ecuación, aún vigente, que relaciona su vida con la vida de Irene.

“Irene ya no te necesita. Ya no necesita a nadie”, le dijo un día su cuñada.

Y, en cierta forma, es verdad. Quien carece de recuerdos, carece también de referentes. Cuando Álvaro va a verla, Irene ya no le reconoce, ya no se alegra de tener visitas, como al principio, cuando decidió internarla en aquella residencia. Así que tanto da que vaya a visitarla como que no. Ella no se entera. Y si se entera, se olvida a los cinco minutos.

-¿Quieres ser mi novia? -le preguntó un día Álvaro.

-Sí, qué bien -respondió Irene, sonriente, instalada en el defectuoso plano cerebral desde el que contempla la realidad más próxima.





2

-Entonces, si ella ya no le conoce, ¿por qué quiere ir a verla?

La enfermera no le mira a los ojos. Está ocupada vendándole el brazo.

Como es su costumbre, Álvaro, hombre regular y metódico, se ha levantado a la hora de siempre, ha ido a misa (en el momento de la consagración ha pedido , una vez más, por su mujer) y luego, después de tomar un café en el bar de la esquina con otros jubilados, se ha dirigido por su propio pie a la residencia donde visita a Irene dos veces al día, antes y después de comer. Es primavera, hace buen tiempo y a Álvaro le apetecía andar. Un incidente le ha impedido esta mañana llegar a su destino a la hora habitual: un coche se le ha echado encima en un paso de cebra y le ha hecho perder el equilibrio. Afortunadamente sólo tiene una leve contusión en el brazo, una lesión que no ha llegado a rotura.

Las personas mayores siempre tienen una historia que contar. La enfermera, una joven de veintisiete años, ha escuchado educadamente la narración y la detallada contabilidad de Álvaro: cuatro hijos, tres varones y una hembra, todos ellos fuera de la provincia, los varones casados y trabajando, la chica en un convento de clausura (Siempre fue muy piadosa; Irene la adoraba, ¿sabe usted?)... Y lo más extraño de todo, aquel anciano que acaba de sufrir un accidente no se queja del muchacho que conducía el coche, ni se lamenta por el perverso destino que ha confinado a su mujer a una residencia, ni por el signo de los tiempos, ni por lo cara que está la vida, ni por la situación política... Simplemente le insta a que, si es posible, termine prontamente su trabajo, para que pueda llegar a tiempo de ver a su mujer aquella mañana.

Y ella insiste:

-Me ha dicho que ella ya no sabe quién es usted. Dígame, ¿por qué es tan importante que vaya usted a verla?

-Ella no sabe quien soy yo. Pero yo si sé quien es ella. Por eso quiero verla.

Saber, conocer... El olvido de ella se compensa con el recuerdo de él. No es que ella le necesite, es que él la necesita a ella. Álvaro se da cuenta de que, una vez descartado el yo, el tú sigue existiendo a pesar de la decrepitud y del deterioro orgánico.

-Es usted un hombre muy bueno -dice la enfermera.

-¿Yo? No, no. Qué va. Está usted equivocada. No soy bueno. Sólo soy un hombre agradecido.



FIN






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